5 de enero de 2006

El contrato educativo

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 31 (enero-abril de 2006)


Es sabido que uno de los problemas de la divulgación científica -y de muchas disciplinas jóvenes- es que no cuenta con una definición única y universalmente aceptada.

Uno de los puntos más debatidos es la relación entre divulgación y enseñanza (prefiero esta palabra, más concisa, que “educación”, con sus múltiples significados).

Aunque puede justificarse una divulgación científica de objetivo pedagógico, que busque enseñar (producir un conocimiento perdurable en su público), creo que el espíritu de lo que generalmente se entiende como “divulgación” es ajeno a esta idea.

La razón es sencilla: la enseñanza –y su producto, el aprendizaje– son resultado de un proceso complejo que no sólo involucra la generación y recepción de mensajes, sino también su asimilación para integrarse en la estructura conceptual del receptor. Sólo así puede lograrse que el conocimiento adquirido, además de perdurable, sea significativo (y no memorístico). En cualquier caso -incluso en el memorístico-, el aprendizaje requiere de un trabajo intelectual relativamente arduo por parte del receptor/alumno, sin el cual no se produce.

Un proceso de comunicación de contenidos científicos puede también buscar otros objetivos menos ambiciosos que el aprendizaje propiamente dicho. Se puede conseguir, por ejemplo, interesar al receptor en el tema del que se está hablando, e incluso se puede lograr que se comprendan los conceptos sin que necesariamente se los asimile permanentemente.

Estos procesos pueden potenciarse secuencialmente unos a otros: aprender algo resulta más sencillo si primero se ha comprendido, y la comprensión se facilita mucho si existe un interés previo.

Pero, a diferencia de la enseñanza, la divulgación científica no cuenta con lo que llamo un contrato educativo: el compromiso que el alumno adquiere de seguir las indicaciones del profesor y someterse a una evaluación para verificar que el aprendizaje haya tenido lugar. Aunque la enseñanza pueda ser más eficiente si resulta interesante, el contrato educativo asegura que, aun si no lo es, el alumno tiene la responsabilidad de comprender y aprender, so pena de recibir una evaluación reprobatoria.

El trabajo del divulgador, en cambio, al no contar con un contrato similar, tiene por necesidad que resultar interesante (si no, simplemente no hay comunicación). Y puede aspirar a lograr la comprensión en su receptor. Pero buscar el aprendizaje es pedir demasiado a una forma de comunicación que por definición es voluntaria.

Pedirle a la divulgación más de lo que puede dar es una de las más frecuentes causas de su fracaso. Se enseña en la escuela; la divulgación científica está para otra cosa.