por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 24 (agosto-octubre de 2003)
Oscurecer la luz, convertir el pan en carbón, la palabra en tornillo.
Pablo Neruda
De vez en cuando, y sobre todo cuando el dinero escasea, resurge cíclica la discusión sobre la “utilidad” de la ciencia. Se comparan las correspondientes virtudes de sus dos caras opuestas, la básica y la aplicada (se trata más bien de caretas: ciencia sólo hay una, lo otro son aplicaciones), y se argumenta que, en tiempos de escasez, hay que sacrificar la primera en aras de la segunda, pues ésta sí ayuda a resolver problemas urgentes. Se olvida que la ciencia, como dice Ruy Pérez Tamayo, sólo resuelve problemas científicos.
Los divulgadores científicos a veces caemos en este tipo de concepciones utilitaristas, y no falta quien afirme que sólo vale la pena divulgar la ciencia “aplicada” (o aplicable). Es más: se piensa que es sólo por sus aplicaciones que la ciencia tiene algún valor.
Esto equivale a pensar que un poema, un cuadro o una sonata sólo son válidos si transmiten un “mensaje útil”. Que sólo las novelas que contienen alguna “enseñanza” deben ser leídas (como si una novela pudiera no tener enseñanza... sólo que se trata de una concepción distinta de enseñanza: la que enriquece nuestra visión del mundo, la forma en que vivimos la vida, no la que “enseña” conceptos, valores o reglas).
En realidad, la ciencia es, de todas las formas de abordar el mundo, la que nos ofrece la mayor riqueza. La que nos muestra no sólo cómo son las cosas, sino por qué son. Es una visión que cambia y evoluciona, haciéndose más rica y diversa. Frente al asombro, al sentido de maravilla que la ciencia nos ofrece al permitirnos ver la luz, entender, al mostrarnos un atisbo del mecanismo detrás de las cosas, el hecho de que el conocimiento que produce pueda (o no) aplicarse para producir tecnología se vuelve casi irrelevante. Estoy convencido de que el verdadero valor de la ciencia, el que debe apoyarse, y naturalmente el que debe divulgarse, es este valor estético, similar al de las artes.
Así como no se escribe una novela para algo, más allá de para escribirla y para permitir que sea leída, no se hace ciencia para producir aplicaciones, sino por el placer mismo de descubrir más acerca del universo. Y no se divulga para enseñar, sino para compartir el placer, el asombro gozoso de entender. Lo cual no quiere decir, desde luego, que hacer –y divulgar– ciencia no tenga también infinitas aplicaciones prácticas. Pero eso, ¿qué importancia puede tener para quien ha visto el reino?
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