1 de octubre de 2007

Divulgar: ¿ciencia o cultura científica?

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 38 (octubre-diciembre de 2007)

Uno de los problemas para definir a la divulgación científica –y en general a la comunicación pública de la ciencia, con sus variantes e idiosincrasias– es ponerse de acuerdo precisamente en qué se comunica.

Es bien conocida la definición de divulgación científica proporcionada por Ana María Sánchez Mora (y adoptada por el Sistema Nacional de Investigadores): “es una labor multidisciplinaria cuyo objetivo es comunicar, utilizando una diversidad de medios, el conocimiento científico a distintos públicos voluntarios, recreando ese conocimiento con fidelidad y contextualizándolo para hacerlo accesible”.

Acertada y precisa como es, tiene sin embargo un problema: limita la labor divulgativa a comunicar el conocimiento científico. Pero la ciencia es mucho más que conocimiento. En palabras de Ruy Pérez Tamayo (“Sobre la divulgación científica en México”, El muégano divulgador 28, mayo-junio 2005, p. 1), la ciencia no se limita “a su contenido formal”: incluye “no sólo un catálogo de hechos y de teorías sobre distintos aspectos de la naturaleza, sino también las bases filosóficas que lo sustentan, la historia de su desarrollo, las estructuras sociales en las que se da y en las que se expresa, las leyes que la regulan y las políticas que la favorecen o la estorban”.

Sería entonces deseable sustituir, al definir el objetivo de la divulgación, la idea de comunicar conocimiento por la de compartir la cultura científica: proporcionar al público las herramientas para que la construya, valore, cultive y fortalezca.

Ahora bien, ¿cómo definirla? A grandes rasgos, una cultura científica amplia incluiría, además del conocimiento científico, cierta familiaridad con la metodología de la investigación científica, con la historia de la ciencia y con su filosofía y sociología, además de nociones de ética científica y una conciencia de las relaciones entre ciencia, sociedad, tecnología, industria y naturaleza, y los conflictos que éstas implican. La exigencia es, claramente, utópica, pero puede servir como guía.

Utilizando estas ideas para reformular la definición de Sánchez Mora, y combinándola con las “tres metas para la divulgación” propuestas aquí anteriormente (apreciación, comprensión y responsabilidad pública sobre la ciencia; El muégano divulgador 26, enero-febrero 2005, p. 5), ofrezco a la consideración de mis colegas la definición siguiente:

“La divulgación científica es una labor multidisciplinaria que recrea con fidelidad el conocimiento científico, contextualizándolo histórica, social y culturalmente, con el objetivo de comunicarlo de forma accesible, a través de una diversidad de medios, a distintos públicos voluntarios, promoviendo en ellos la formación de una cultura científica, entendida ésta como la apreciación y comprensión de la actividad científica y del conocimiento que ésta produce, así como la responsabilidad por sus efectos en la naturaleza y la sociedad.”

1 de julio de 2007

¿Cui bono, divulgador?

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 37 (julio-septiembre de 2007)

El divulgador científico está destinado a vivir entre dilemas.

Uno de ellos se comentó aquí, en el número 23 de nuestro boletín. Se trata de la “tensión esencial”, uno de los problemas fundamentales de la divulgación, consecuencia de las obligaciones simultáneas y opuestas de buscar que el mensaje divulgativo sea interesante y accesible para el público sin que por ello pierda (demasiado) rigor científico.

Pero la divulgación presenta muchos otros problemas. Y existe, al menos, otra “tensión esencial” que está también relacionada funda-mentalmente –como todo en nuestra labor– con el público (única razón de la existencia de comunicadores de la ciencia), y es también omnipresente en cualquier proyecto de divulgación. Consiste en la decisión de qué divulgar. Tiene, como todo dilema, dos extremos.

Por un lado, como opción a primera vista obvia (muchos investigadores metidos a divulgadores siguen creyendo, por desgracia, que es la única posible) está la de divulgar aquello que a los expertos les parece importante. Lo que el público “debe” saber de ciencia.

Del otro lado tenemos la visión que busca darle gusto al público, ofreciéndole lo que desea, lo que le gusta.

La opción “rigurosa” tiene la ventaja de satisfacer lo que muchos científicos perciben como el “deber ser” de la divulgación. A cambio, corre el riesgo de resultar ajena, tediosa o complicada, y por tanto de llegar sólo a una fracción reducida del público potencial (con frecuencia, sólo a aquel que ya está interesado en la ciencia).

La divulgación “complaciente”, en cambio, se acerca peligrosamente a convertirse en un mero pasatiempo intrascendente, “muy interesante” pero, como lamenta Ernesto Sábato en su conocido texto, que no aporta ya casi nada de ciencia real a su muy satisfecho –y mucho más amplio– público. Después de todo, si se trata de darle al público lo que pide, más que de ciencia habría que hablar del mundo del espectáculo.

Un mensaje que requiera gran rigor tendrá que limitarse a llegar al público que esté dispuesto invertir el tiempo y esfuerzo necesarios para asimilarlo. Uno diseñado para ser muy interesante y accesible podrá llegar a un público más amplio –sobre todo a ese público no interesado en la ciencia, al que tanto nos urge acercarnos–, aunque quizá deba renunciar a profundizar mucho.

¿Cómo puede el divulgador superar el dilema? Como siempre, no hay recetas. Pero conviene tenerlo en mente, así sea para recordar que todo extremo es malo y que, dependiendo de la meta que busquemos, habrá que tomar decisiones que en ocasiones resultarán dolorosas. Pero siempre será útil preguntarse, como aconseja el adagio latino, cui bono (a ¿quién beneficia?).

1 de abril de 2007

Las mentiras de la divulgación

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 36 (abril-junio de 2007)

La tensión esencial de la divulgación de la ciencia es la que existe entre el rigor científico (sin él, lo que se divulga no es ciencia), y la indispensable amenidad, el atractivo para el lector, sin el cual éste simplemente no existirá (ver “No divulgarás”, El muégano divulgador núm. 23).

Por ello, el divulgador tiene terror a decir “mentiras”: errores, inexactitudes, falsedades, malas interpretaciones (éste columnista recuerda cuando afirmó, terminante, que “todos los virus consisten en una cadena de ácido desoxirribonucleico, ADN”).

La cuestión no es simple. Por su propia naturaleza, la divulgación requiere que el mensaje científico sea recreado en una nueva forma, con lenguaje no técnico y contextualizada para ser accesible al público. Necesariamente, la ciencia divulgada será distinta a la ciencia académica.

Suponemos que hay cierto límite, no bien definido y relativo a cada caso, que marca hasta dónde podemos llegar en la recreación, en esta “inexactitud” científica. Decir que todas las células tienen núcleo, por ejemplo, es estrictamente un error (los eritrocitos humanos no lo tienen), pero es irrelevante si se habla de células en general. Entre otros factores, el tipo de público determina qué tan exigente será el requisito de rigor para considerar que se está haciendo “buena” divulgación o que se está tergiversando.

Incluso la definición misma de qué es una mentira está abierta a interpretación. ¿Es mentira presentar la imagen de un electrón como una partícula con posición, en vez de una abstracta nube de probabilidades definidas por una ecuación? Siempre, según el especialista; a veces no, según los fines que persiga el divulgador.

Algo equivalente sucede en ciencia. Para químicos y biólogos, los electrones-partícula (e incluso los átomos de Bohr, con sus órbitas planetarias) pueden resultar perfectamente útiles y adecuados. Y para muchos fines –incluso la navegación espacial–, la física newtoniana permite hacer cálculos y predicciones tan precisos como se requiera, por más que desde el punto de vista de la relatividad einsteiniana sea sólo una aproximación inexacta.

Al abordar temas de frontera, la distinción verdad/mentira es aún más borrosa. Confróntese, por ejemplo, a dos especialistas en un mismo tema y consúltese con ellos la definición precisa de algún término o concepto de frontera, y se tendrá de inmediato una acalorada discusión.

¿Qué es entonces una mentira en divulgación científica? Así como la ciencia académica construye representaciones útiles pero siempre inexactas (ecuaciones, modelos, simulaciones…) para tratar de comprender el mundo, en realidad la divulgación construye siempre mentiras, imprecisiones, metáforas más o menos exactas para intentar comunicar dichas representaciones con la fidelidad adecuada… pero no más.

5 de enero de 2007

¿Podemos tener una teoría de la divulgación?

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 35 (enero-marzo de 2007)

Mucho se habla sobre la necesidad de realizar investigación sobre la divulgación científica.

Nadie podría oponerse. Es una propuesta académica que refleja la necesidad que tiene una disciplina en pleno desarrollo de reflexionar sobre su labor, en forma sistemática y sustentada con argumentos y evidencias, para tratar de a) entender mejor en qué consiste y b) encontrar respuestas a los problemas que plantea.

Sobre la primera de estas interrogantes (definir la divulgación) se ha discutido mucho, aunque se ha logrado poco acuerdo. Ni siquiera hay consenso en cuanto al nombre de nuestra actividad (o sobre si es una actividad o una disciplina, o si más que de una debiera hablarse de un enjambre de actividades relacionadas).

El segundo problema requiere identificar cuál sería “el problema” (o problemas) de la divulgación. Para investigar, se debe tener clara la pregunta (o preguntas) cuya respuesta se busca.

A veces se cree, un tanto ingenuamente, que el problema obvio para la investigación en divulgación es averiguar cómo hacer más eficaz y confiable el proceso de “transmisión” del conocimiento científico al público. Se busca así una especie de “teoría de la divulgación” que permita lograr que sus resultados sean predecibles y reproducibles.

Desgraciadamente esta concepción simplista, aún si no fuera errónea (pues más que de simple transmisión se trata de un proceso complejo de construcción de conocimiento), sólo serviría para producir recetas: reglas o lineamientos acerca de los productos de divulgación que llevarían a una homogeneización poco práctica y menos provechosa.

Y es que la divulgación científica no es una ciencia: se parece más a una técnica (algunos hablamos de que es un arte, aunque Ana María Sánchez la caracterizó sabiamente como “una artesanía”, y extendió el símil al afirmar que en divulgación, como en artesanía, “todo acto es único e irrepetible”.)

La divulgación no busca producir conocimiento, sino comunicarlo. Ello implica que los “problemas” de la divulgación no son, en todo caso, problemas científicos, sino técnicos. Desde esta perspectiva, es probable que no exista realmente un “problema” en el campo de la divulgación: un interrogante central que exija una respuesta sin la cual los divulgadores no podamos estar tranquilos.

Queda entonces la alternativa de investigar la divulgación científica desde otros puntos de vista: sus efectos, sus objetivos, su relación con el resto de la cultura y la sociedad, su ética, su historia… incluso, quizá, su filosofía.

El campo es fértil, si se entiende como lo que es: el estudio académico de una labor para comprenderla, aunque no necesariamente con el fin pragmático de mejorarla.