5 de enero de 2008

Ciencia pública... elitista

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 39 (enero-marzo de 2008)

El trabajo académico, para merecer tal nombre, requiere ser colectivo y abierto. Lo primero evita caer en el autoengaño (o peor, la deshonestidad intelectual); lo segundo previene la creación de círculos cerrados y excluyentes (antítesis de lo académico).

Al juzgar el sin duda valioso evento bautizado como Ciencia pública (“primera reunión nacional de investigación sobre la comunicación pública de la ciencia y la tecnología”), llevado a cabo a principios de octubre de 2007 en el museo Universum, hay que señalar que, aunque se dieron las condiciones para cumplir el primer requisito, el segundo quedó pendiente.

La reunión, auspiciada por la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM y la Universidad Autónoma de Baja California, fue un pequeño congreso en que se presentaron trabajos que enfocan a la comunicación de la ciencia como objeto de estudio, desde diversas perspectivas: histórica, pedagógica, museística, sociológica…

Aunque no fue estrictamente el “primer” evento en que se presentan reflexiones sobre el tema (no ignoremos quince congresos de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, SOMEDICYT), su trascendencia reside en que da respuesta a una necesidad real de formalizar y profundizar dicha reflexión. En ese sentido, el balance es muy positivo.

Sin embargo, el evento deslució por una falla grave en su concepción: en vez de permitir, como es usual, la participación abierta (mediante un necesario proceso de selección, se entiende), se escogió permitir la presentación de ponencias sólo a unos cuantos invitados, seleccionados –avisa la convocatoria– “en función de su trayectoria como especialistas en el campo”.

Se convierte así lo que podría haber sido un importante primer paso para fortalecer la reflexión comunitaria en un evento reservado a una élite. Este carácter elitista –y necesariamente parcial: no figura en la convocatoria comité académico alguno que avale la selección– se confirma al relegar las participaciones abiertas a una sesión de carteles.

Aún peor: se restringe incluso la asistencia como oyente: “Para participar como asistente[…] se pide a los interesados que envíen un breve texto explicando su interés en asistir”.

En un evento fundador como éste, es vital evitar la exclusión. En Ciencia pública, a pesar de la calidad y pertinencia de varios trabajos presentados, no son todos los que están, ni están todos los que son. Fue lamentable la ausencia de personas que han realizado labores de reflexión o “investigación” sobre el tema y que forman parte de una de las entidades organizadoras. Nombres como Elaine Reynoso, Tita Pérez de Celis, Ana María Sánchez Mora, Juan Tonda, Rolando Ísita, Javier Crúz o Laura Vargas Parada hubieran ayudado a mitigar la impresión, que algún mal pensado podría tener, de que la organización del evento obedeció más a la lógica del poder que a la de la academia.

Ciencia pública fue un aplaudible primer paso en un camino necesario. Ojalá el evento se repita eliminando un elitismo que, en aras de un “nivel académico” mal entendido, corre el riesgo de lograr precisamente lo contrario a la academia: una ruptura entre “los practicantes de la divulgación” (sic) y quienes encuentran necesario reflexionar sobre ella.