1 de septiembre de 2006

Divulgación y recreación

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 34 (septiembre-diciembre de 2006)


Los divulgadores científicos tenemos problemas hasta para ponernos de acuerdo en el nombre de nuestra ocupación (divulgación, difusión, popularización…) o en su definición (aunque hay definiciones bastante útiles, como la presentada por Ana María y Carmen Sánchez Mora y adoptada por el Sistema Nacional de Investigadores; ver El muégano divulgador #21, pág. 9).
Pero eso sí: muchos divulgadores mexicanos coincidimos en que en la base de nuestra actividad está el proceso de recreación divulgativa.
Nuevamente, no hay definición unánime. Aunque, dejando de lado la homonimia trivial con la “recreación” que se busca en el cine o la feria, la palabra misma es bastante clara. Re-crear un mensaje es, en efecto, volver a crear uno que ya existe. Evidentemente, con una forma distinta; de otro modo estaríamos copiando.
Para que tal re-creación sea útil y no un simple plagio, su objetivo debe ser distinto al del mensaje original. En el caso de un mensaje científico dirigido a un público no científico, el objetivo de la recreación sería cambiar la forma original –especializada– del mensaje por otra que sea accesible a dicho público.
Y es que el lenguaje científico, precisamente debido a las cualidades que lo hacen valioso como herramienta de comunicación entre expertos (identificar, describir y sistematizar en forma ultra-compacta y eficaz los conceptos científicos), resulta prácticamente ininteligible para el lego.
Por ello, tiene que ser traducido –en el único sentido que algo puede traducirse, es decir, mediante la creación de un nuevo mensaje en un lenguaje comprensible y con el contexto necesario para que tenga algún sentido para su receptor.
La necesidad de recrear el mensaje científico antes de que éste pueda ser accesible al público lego va en contra de la muy extendida –y errónea– concepción de que el conocimiento puede simplemente transmitirse. A diferencia de una conexión entre computadoras, en la comunicación humana el emisor tiene que construir un mensaje que nunca representa exactamente sus ideas. A su vez, el receptor, a partir de la información que reciben sus sentidos, siempre con cierta distorsión, tiene que re-construir un sentido para dicho mensaje.
El divulgador va sólo un paso más allá: es el intérprete que ejecuta para el público la música de la ciencia, escrita en el lenguaje de las partituras científicas.
Pretender que el divulgador sea sólo un transmisor que comunica sin distorsión es ignorar que toda comunicación es, en el fondo, un acto de creativo. De ahí los problemas de la comunicación humana. De ahí también, para el buen divulgador, el reto de buscar la recreación que, aunque inevitablemente distorsione el mensaje científico, logre hacerlo accesible para su público.

1 de julio de 2006

Evaluación, ¿para qué?

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 33 (julio-agosto de 2006)

El término de moda en los círculos de la divulgación científica es evaluación. La “cultura de la evaluación” ha permeado el medio divulgativo, y hoy parece imposible, casi indecente, proponer un proyecto que no contenga “parámetros objetivos” para su adecuada evaluación.

Sólo un tonto negaría la utilidad de contar con datos que permitan saber si un proyecto va bien o mal. Pero ocurre que no cualquier evaluación es por sí misma útil; incluso, en ciertas circunstancias y casos, una mala evaluación puede causar más daños que beneficios.

El problema tiene dos vertientes. La primera, más obvia, es lo difícil de contar con buenos parámetros de evaluación. Excepto los más obvios; los cuantitativos. ¿Cuántos visitantes recibe un museo o exposición; cuántos asistentes hay en una conferencia; cuántos ejemplares vende una revista?

Y aunque un museo sin visitantes, una revista sin lectores o una conferencia vacía son fracasos a evitar, el simple número de “clientes” no basta para saber si el trabajo tiene calidad y cumple sus objetivos. (Inversamente, los números bajos no necesariamente equivalen a un mal trabajo.)

Lo importante para la divulgación debiera ser tener calidad y cumplir sus objetivos, no una cuota numérica. Y sin embargo, ¡qué difícil ponerse de acuerdo en qué significa calidad, o qué objetivos se buscan!

La segunda dificultad es la concepción misma de evaluación. ¿Evaluar para qué? Cuando se fabrican zapatos o bolillos, debe haber un control de calidad para detectar los productos defectuosos, eliminarlos y evitarlos. La evaluación puede llevarnos a definir el proceso óptimo de producción. Muchos divulgadores, en sus primeras y cándidas aproximaciones al problema de la evaluación, creen que ésta nos permitirá descubrir las mejores recetas para fabricar nuestros productos y hacerlos más eficaces.

Por desgracia, la visión es demasiado simplista. La comunicación pública de la ciencia es mucho más compleja y en ella intervienen demasiadas variables, muchas de ellas –las más importantes- difíciles o imposibles de medir. ¿Qué influencia tiene nuestro trabajo en las decisiones de vida de una persona, en su bienestar, en el entorno cultural o económico de una sociedad..? En cambio, resulta demasiado sencillo cancelar un proyecto por “no ser viable”, a pesar de las virtudes no cuantificables que pudiera tener.

Algunas vertientes divulgativas, como los museos y centros de ciencias, ha desarrollado un trabajo serio de investigación en evaluación. En otras, la evaluación es todavía inmadura, y no es claro que vaya dejar de serlo. Como ocurre en las artes –tan cercanas por su esencia y su función social a la divulgación–, quizá evaluar resulte ser un acto esencialmente inútil.

1 de mayo de 2006

Divulgadores autistas

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 32 (mayo-junio de 2006)

El título de esta colaboración pudiera parecer agresivo. No es esa su intención. Sí lo es hacer una crítica a la actitud que, tristemente, parece privar en gran parte del medio de los divulgadores científicos, al menos en nuestro país (y, por desgracia, en nuestra institución).

La palabra “autismo” no se usa aquí en su sentido literal (“síndrome caracterizado por la incapacidad congénita de establecer contacto verbal y afectivo con las personas”).

Es más bien metáfora de una actitud en que cada divulgador trabaja individual, solitariamente, en un aislamiento del que sólo sale para dar a conocer sus obras al resto de la humanidad (o de la tribu divulgatoria).

En efecto: ya sea en la diaria labor creativa de poner la ciencia al alcance del público, o bien en la más bien esporádica reflexión sobre dicha labor (reflexión necesaria pero todavía incipiente, y en la que comienzan a surgir simulaciones que disfrazan estudios superficiales o intrascendentes de investigaciones sesudas), los divulgadores parecemos no tener memoria y no estar dispuestos a tomar en cuenta los hallazgos y el trabajo de nuestros colegas. Pareciera que cada quien prefiere, una y otra vez, redescubrir el hilo negro.

Los divulgadores autistas somos incapaces de formar una verdadera comunidad. Esto tiene varios inconvenientes. Uno es la simple ineficiencia que desaprovecha la experiencia acumulada (así sea la de los intentos fallidos, caminos cuya futilidad ha quedado probada).

Otra desventaja es que los hallazgos y logros propios no son puestos a disposición de los colegas. Al menos no de una manera académica: como herramientas compartidas. En todo caso, se ostentan como triunfos que señalan la propia superioridad frente a los competidores.

El egoísmo ensimismado del divulgador autista es también poco ético: implica el no reconocimiento del éxito y los logros de los demás. Es, en este sentido, una actitud envidiosa.

Pero quizá lo más grave es que la conducta autista impide que entre los divulgadores exista una verdadera actitud académica, es decir, de crítica comunitaria y constructiva. De examen colectivo, sin apasionamientos pero sin complacencias, de las propuestas para seleccionar aquellas que sean más adecuadas para nuestros fines, y que resulten por ello mismo más convincentes para la comunidad.

Mientras no logremos establecer un diálogo académico, formando así una verdadera comunidad profesional, los divulgadores autistas seguiremos contando sólo con nuestros propios recursos individuales. Y seguiremos siendo incapaces de generar ese tipo de pensamiento colectivo que le da su fuerza a esa ciencia que pretendemos divulgar.

5 de enero de 2006

El contrato educativo

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 31 (enero-abril de 2006)


Es sabido que uno de los problemas de la divulgación científica -y de muchas disciplinas jóvenes- es que no cuenta con una definición única y universalmente aceptada.

Uno de los puntos más debatidos es la relación entre divulgación y enseñanza (prefiero esta palabra, más concisa, que “educación”, con sus múltiples significados).

Aunque puede justificarse una divulgación científica de objetivo pedagógico, que busque enseñar (producir un conocimiento perdurable en su público), creo que el espíritu de lo que generalmente se entiende como “divulgación” es ajeno a esta idea.

La razón es sencilla: la enseñanza –y su producto, el aprendizaje– son resultado de un proceso complejo que no sólo involucra la generación y recepción de mensajes, sino también su asimilación para integrarse en la estructura conceptual del receptor. Sólo así puede lograrse que el conocimiento adquirido, además de perdurable, sea significativo (y no memorístico). En cualquier caso -incluso en el memorístico-, el aprendizaje requiere de un trabajo intelectual relativamente arduo por parte del receptor/alumno, sin el cual no se produce.

Un proceso de comunicación de contenidos científicos puede también buscar otros objetivos menos ambiciosos que el aprendizaje propiamente dicho. Se puede conseguir, por ejemplo, interesar al receptor en el tema del que se está hablando, e incluso se puede lograr que se comprendan los conceptos sin que necesariamente se los asimile permanentemente.

Estos procesos pueden potenciarse secuencialmente unos a otros: aprender algo resulta más sencillo si primero se ha comprendido, y la comprensión se facilita mucho si existe un interés previo.

Pero, a diferencia de la enseñanza, la divulgación científica no cuenta con lo que llamo un contrato educativo: el compromiso que el alumno adquiere de seguir las indicaciones del profesor y someterse a una evaluación para verificar que el aprendizaje haya tenido lugar. Aunque la enseñanza pueda ser más eficiente si resulta interesante, el contrato educativo asegura que, aun si no lo es, el alumno tiene la responsabilidad de comprender y aprender, so pena de recibir una evaluación reprobatoria.

El trabajo del divulgador, en cambio, al no contar con un contrato similar, tiene por necesidad que resultar interesante (si no, simplemente no hay comunicación). Y puede aspirar a lograr la comprensión en su receptor. Pero buscar el aprendizaje es pedir demasiado a una forma de comunicación que por definición es voluntaria.

Pedirle a la divulgación más de lo que puede dar es una de las más frecuentes causas de su fracaso. Se enseña en la escuela; la divulgación científica está para otra cosa.