20 de mayo de 2008

De la cápsula de ciencia a Scientific american: las variedades del acto divulgativo

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 40 (abril-junio de 2008)

A riesgo de sobresimplificar, puede afirmarse que cuando la mayoría de los investigadores científicos –con honrosas excepciones– se refieren a la divulgación, lo hacen pensando en uno de dos modelos extremos: la cápsula tipo “un minuto de ciencia”, y el artículo amplio y detallado estilo Scientific american.

Las primeras proporcionan información escueta y concreta, precisa pero (necesariamente, debido a las limitaciones de espacio) descontextualizada, y muchas veces poco atractiva, pues suelen concebirse a partir del interés del científico, no del público. Esta divulgación mínima tiene la virtud de informar, pero rara vez puede llegar a explicar, y menos profundizar en el cómo, el por qué, la historia, el contexto sociocultural y otros ángulos que podrían atraer al lector o radioescucha y enriquecer su experiencia.

Por su parte, el artículo extenso y profundo, riguroso y muy documentado, con frecuencia resulta complejo, y es adecuado sólo para un público que tenga interés previo por la ciencia y una formación de nivel universitario.

Quienes nos dedicamos de tiempo completo a la divulgación sabemos que la gama de posibilidades es mucho más amplia. Que entre la cápsula mínima y el artículo semi-especializado existen múltiples niveles en los que, además de incluir información más o menos detallada y rigurosa, pueden explotarse los variados recursos disponibles para el divulgador: símiles y metáforas; lenguaje humorístico, literario o poético; referencias y relaciones con otros ámbitos (arte, cultura, política, deportes, espectáculos, historia… los límites son la imaginación y creatividad del divulgador).

Los divulgadores sabemos también que muchas veces lo más importante no son los hechos y datos científicos precisos –y mucho menos las fórmulas o gráficas–, sino los procesos, las ideas, los métodos por el que se ha llegado a obtener el conocimiento científico y los argumentos que nos hacen confiar en él.

Mientras el investigador suele concentrarse en el conocimiento, el divulgador abarca, además, a los científicos como individuos y como comunidad; su labor, que produce dicho conocimiento, y su contexto, que puede abarcar la totalidad de la cultura en que está inmerso. Un mismo tema puede abordarse así desde los ángulos más diversos, con diferentes niveles de profundidad y dirigiéndose a públicos muy variados.

Pero la diversidad de posibilidades de la divulgación hecha por divulgadores (es decir, por especialistas en divulgación) no sólo es lineal: se extiende también en otras dimensiones. Se puede entonces ir más allá de los mensajes destinados simplemente a transmitir información, para llegar a los actos creativos que buscan compartir experiencias de tipo estético, emocional, ético, cultural… humano. La novela, el cuento, el poema, la obra de teatro, la instalación, la música… las posibilidades para compartir la ciencia son ilimitadas, y en muchas de ellas los contenidos conceptuales pasan a segundo o tercer plano, sino que por ello se deje de estar, indudablemente, divulgando la ciencia.

El acto divulgativo va mucho más allá de la transmisión de conocimiento. Entender esto es quizá una de las características que distinguen al divulgador de oficio.

5 de enero de 2008

Ciencia pública... elitista

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 39 (enero-marzo de 2008)

El trabajo académico, para merecer tal nombre, requiere ser colectivo y abierto. Lo primero evita caer en el autoengaño (o peor, la deshonestidad intelectual); lo segundo previene la creación de círculos cerrados y excluyentes (antítesis de lo académico).

Al juzgar el sin duda valioso evento bautizado como Ciencia pública (“primera reunión nacional de investigación sobre la comunicación pública de la ciencia y la tecnología”), llevado a cabo a principios de octubre de 2007 en el museo Universum, hay que señalar que, aunque se dieron las condiciones para cumplir el primer requisito, el segundo quedó pendiente.

La reunión, auspiciada por la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM y la Universidad Autónoma de Baja California, fue un pequeño congreso en que se presentaron trabajos que enfocan a la comunicación de la ciencia como objeto de estudio, desde diversas perspectivas: histórica, pedagógica, museística, sociológica…

Aunque no fue estrictamente el “primer” evento en que se presentan reflexiones sobre el tema (no ignoremos quince congresos de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, SOMEDICYT), su trascendencia reside en que da respuesta a una necesidad real de formalizar y profundizar dicha reflexión. En ese sentido, el balance es muy positivo.

Sin embargo, el evento deslució por una falla grave en su concepción: en vez de permitir, como es usual, la participación abierta (mediante un necesario proceso de selección, se entiende), se escogió permitir la presentación de ponencias sólo a unos cuantos invitados, seleccionados –avisa la convocatoria– “en función de su trayectoria como especialistas en el campo”.

Se convierte así lo que podría haber sido un importante primer paso para fortalecer la reflexión comunitaria en un evento reservado a una élite. Este carácter elitista –y necesariamente parcial: no figura en la convocatoria comité académico alguno que avale la selección– se confirma al relegar las participaciones abiertas a una sesión de carteles.

Aún peor: se restringe incluso la asistencia como oyente: “Para participar como asistente[…] se pide a los interesados que envíen un breve texto explicando su interés en asistir”.

En un evento fundador como éste, es vital evitar la exclusión. En Ciencia pública, a pesar de la calidad y pertinencia de varios trabajos presentados, no son todos los que están, ni están todos los que son. Fue lamentable la ausencia de personas que han realizado labores de reflexión o “investigación” sobre el tema y que forman parte de una de las entidades organizadoras. Nombres como Elaine Reynoso, Tita Pérez de Celis, Ana María Sánchez Mora, Juan Tonda, Rolando Ísita, Javier Crúz o Laura Vargas Parada hubieran ayudado a mitigar la impresión, que algún mal pensado podría tener, de que la organización del evento obedeció más a la lógica del poder que a la de la academia.

Ciencia pública fue un aplaudible primer paso en un camino necesario. Ojalá el evento se repita eliminando un elitismo que, en aras de un “nivel académico” mal entendido, corre el riesgo de lograr precisamente lo contrario a la academia: una ruptura entre “los practicantes de la divulgación” (sic) y quienes encuentran necesario reflexionar sobre ella.