1 de octubre de 2005

Divulgadores: ¿especialistas o generalistas?

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 30 (octubre-diciembre de 2005)


El lúcido aunque pesimista biólogo molecular Erwin Chargaff expresa en su ensayo “Los amateurs” (reproducido en la compilación Todo por saber, dgdc-unam, 1999) su convicción de que “los expertos son los responsables del lío en que nos encontramos”, y considera que “si el mundo aún puede salvarse será por los amateurs”.

La propuesta resulta pertinente cuando se considera la muy extendida opinión –sobre todo entre investigadores científicos– de que los divulgadores, periodistas científicos y fauna relacionada son una especie de amateurs de la ciencia (llegan incluso a negarles el apellido “científicos”, permitiéndoles tan sólo considerarse “de la ciencia”).

Pocos especialistas hay más especializados que los investigadores científicos. Desde ese punto de vista, es cierto que un divulgador, al abordar un tema especializado, no es más que un amateur. Pero se olvida que las necesidades intrínsecas de la labor de poner la ciencia al alcance del público no científico son tales que no queda más remedio que convertirse, en mayor o menor medida, en un generalista. Alguien que pueda abordar diversos temas –lo amplio de la gama dependerá de los intereses y capacidades personales– con un nivel de profundidad tan sólo adecuado para poder realizar la labor correctamente… y quizá hasta con algo de creatividad, si es posible. Abarcar mucho y apretar tanto como se pueda… No más, por más que uno quisiera.

En vez de tomar la falta de especialización del divulgador como signo de amateurismo (en el sentido peyorativo; la palabra ha llegado a convertirse en sinónimo de “improvisado”), convendría reconocer la profunda importancia que tiene para el divulgador su carácter generalista. Es gracias a él que logra mantener el interés de su público para convertirlo en público cautivo y cotidiano, en “cliente” de la ciencia. Para construir una cultura científica en el ciudadano no basta con ofrecer eventos únicos; hay que mantener una oferta constante y necesariamente variada de ciencia accesible y atractiva.

Chargaff defiende el valor de los amateurs: son los únicos capaces de lograr lo que los especialistas no pueden. No por nada propone “deshacernos de una vez por todas de la ridícula reverencia a la especialización que se nos ha metido en la cabeza”. Reconoce que, fuera de su campo, un especialista es quizá el tipo de persona que puede causar más estropicios.

Si la investigación es imposible sin valiosos especialistas, la divulgación científica requiere por naturaleza, en cambio, gozosos generalistas de la ciencia. (Aunque, necesaria, inevitablemente, un buen divulgador sea también un especialista… en comunicación de la ciencia).

1 de julio de 2005

Ciencia divulgada: ¿discurso primario o secundario?

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 29 (julio-septiembre de 2005)


La versión estándar es clara: la labor de divulgación científica consiste en poner el conocimiento científico (o, más ampliamente, la cultura científica, incluyendo su visión del mundo, su metodología, historia, problemas filosóficos y su relación con el resto de la sociedad) al alcance de un público voluntario y no científico (es decir, que no se dedica a la ciencia y que no recibe el mensaje divulgativo como parte de una enseñanza formal).

Visto así, no queda la menor duda de que existe algo, la ciencia (o el conocimiento científico) que construyen unos especialistas (los investigadores científicos), y que el divulgador transforma (traduce, recrea, reformula…) para hacerlo accesible a su público. En ese sentido, el discurso divulgativo es indudablemente secundario: el científico produce y el divulgador distribuye, dándole la presentación adecuada, el producto.

Sin embargo, cuando se profundiza en el proceso de generación del mensaje divulgativo, esta visión simplista se problematiza. En primer lugar, las distinción tajante entre la ciencia de los científicos y la que se divulga es borrosa. Si bien dos biólogos moleculares especializados en la genética del desarrollo de la mosca Drosophila pueden no tener problema alguno para comunicarse, en cuanto salen de su estrecho círculo de colegas para tratar de hacerse entender por, digamos, un biólogo molecular de plantas, comienzan a tener que “divulgar”. Conforme el investigador desciende por el árbol de la especialización para intentar establecer comunicación con un zoólogo, un ecólogo o un botánico (y, al seguir alejándose de su círculo, con un médico, un físico, un ingeniero, un abogado, un plomero…), se ve en la necesidad de adaptar su mensaje para que sea comprensible; traducirlo, darle una nueva forma.

Pero toda traducción implica, necesariamente, una re-creación; traducir nunca es sustituir directamente palabras en un lenguaje (el especializado del investigador, por ejemplo) por las palabras equivalentes en otro (el lenguaje común, digamos). Para traducir se requiere siempre construir un nuevo mensaje en otro idioma, proceso que indudablemente sacrificará algo, pero que para poder llamarse traducción, tiene que mantener cierta fidelidad con el original. Algo se tiene que conservar; cuánto, es el problema que enfrenta el traductor. La traducción de poesía es probablemente el caso extremo: la traducción de un poema tiene necesariamente que ser también un poema; para traducir poesía se tiene que ser poeta.

Toda traducción es creación. La labor de divulgación es también una creación original, que si bien usa como materia prima la ciencia académica de los investigadores, es distinta de ella tanto en forma, contenido y lenguaje; en sus objetivos y públicos. Quizá sea válido, entonces, considerar también la divulgación como un discurso científico primario, relacionado pero distinto del discurso científico de los especialistas.

2 de mayo de 2005

Los ciclos fútiles de la divulgación científica mexicana

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 28 (mayo-junio de 2005)


En la grasa parda de los osos que hibernan se presenta un curioso fenómeno: el ciclo bioquímico de oxidación de carbohidratos queda “desacoplado” de la síntesis de ATP, a la que normalmente impulsa. Este “ciclo fútil” ocasiona que la energía se disipe en forma de calor, inútil para cualquier cosa que no sea mantener la temperatura (y seguir hibernando). Algo similar sucede con la comunidad de divulgadores mexicanos.

Don Manuel Calvo Hernando -decano de los periodistas científicos hispanoamericanos- expresó alguna vez admiración ante el gran número de divulgadores científicos mexicanos que participamos en una publicación conjunta (la Antología de la divulgación científica en México, dgdc-unam, 2002).

El elogio probablemente era merecido, pues la comunidad de divulgadores mexicanos, si bien ha crecido con lentitud, mantiene una constante actividad, y ha logrado un creciente reconocimiento y apoyo de la sociedad y sus instituciones. El Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica, organizado cada año por la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (somedicyt); la proliferación de centros y museos de ciencias en los distintos estados, y la creciente presencia de la ciencia en los medios mexicanos es la mejor prueba de lo anterior.

Y sin embargo, podríamos haber hecho mucho más. Quizá no tanto en los terrenos de la actividad cotidiana, sino en los de la necesaria reflexión que permite la maduración. A lo largo de estos años lo urgente no ha dejado espacio para lo importante, lo profundo; la acción se ha impuesto al pensamiento y, sobre todo, a la memoria.

Un ejemplo concreto: en trece congresos nacionales se han presentado un sinnúmero de ponencias y reflexiones. De ellas, algunas seguramente habrían merecido un destino mejor que convertirse en simples palabras al viento o, en el mejor de los casos, letras impresas en “memorias” que, irónicamente, pocos consultan y nadie cita (y que últimamente ni siquiera alcanzan siquiera el honor de llegar a estar impresas en papel, lo que hace aún menos probable que algún día sean leídas).

A los divulgadores mexicanos nos ha faltado memoria. Si bien nuestra acción es valiosa, nuestras reflexiones se olvidan, y ello nos condena a repetirnos. Las nuevas generaciones no acumulan la experiencia de las anteriores, y ni siquiera los contemporáneos acostumbramos aprender de nuestros colegas.

Si la Antología ya mencionada fue un valioso primer esfuerzo para remediar esta carencia, valdría la pena que no fuera el último. Quizá así podríamos evitar que la reflexión divulgativa en nuestro país fuera uno más de los ciclos fútiles a que tan afectos somos los mexicanos.

1 de marzo de 2005

Escribir para los colegas

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 27 (marzo-abril de 2005)


Entre los artistas, la opinión está dividida. Algunos afirman no necesitar de un público para sentir que su labor se justifica; les basta la satisfacción que proporciona el acto de creación mismo. Otros aceptan que, al menos en principio, la labor artística carece de sentido a menos que llegue a tener un espectador.

Pero los comunicadores --incluyendo, por supuesto, a los comunicadores de la ciencia-- no somos artistas (por más que muchos sintamos que nuestros esfuerzos se asemejan a los del artista en cuanto a búsqueda de originalidad y carencia de un fin práctico más allá del hecho de comunicar una visión del mundo: la que nos da la ciencia).

En tanto comunicadores, nos vemos obligados a aceptar que nuestra labor carece por completo de sentido si no contamos con un público. La comunicación sin receptor es mera emisión de datos que no llegan a adquirir un sentido.

Y sin embargo, es frecuente (más de lo que uno pudiera esperar) encontrarse con productos de divulgación, sean textos, audiovisuales, conferencias o museos, que parecen haberse creado teniendo en cuenta no las características y necesidades del público al que pretenden dirigirse, sino más bien la opinión de los colegas.

Escribir para los colegas es la marca del investigador metido a divulgador. Es frecuente --a menos que se trate de uno de esos relativamente escasos individuos que combinan ambas profesiones-- que los investigadores no tengan realmente claro de qué se trata la labor de poner la ciencia al alcance del público no científico. Y esto se nota en que, al redactar sus textos, están pensando no tanto en cómo lograr hacerse entender por el lego, sino en cómo evitar ser criticados por otros especialistas.

Dicho de otro modo, de los dos requisitos que el buen divulgador tiene que satisfacer simultáneamente, en un acto de equilibrio que sintetiza el arte del divulgador, los especialistas en investigación --que normalmente no son especialistas en divulgación-- tienden a privilegiar el rigor por encima de la amenidad.

Desgraciadamente, a veces el resultado es que estos textos rigurosos fracasan en el primer requisito de la comunicación: servir al lector.

5 de enero de 2005

Tres metas para la divulgación

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 26 (enero-febrero de 2005)


En su escrito “El herrero y el biólogo”, Jorge Wagensberg muestra, con la claridad a que nos tiene acostumbrados, que la democratización de la cultura científica es una necesidad social. Señala también dos objetivos “alcanzables, y a lo mejor ya no aplazables” para la divulgación científica: la comprensión pública de la ciencia y la generación de opinión pública sobre la misma.

Me gustaría añadir una tercera meta: la apreciación pública de la ciencia.

Está más o menos claro qué es la comprensión pública. La apreciación, por su parte, no necesariamente implica que el ciudadano guste de la ciencia o esté siempre de acuerdo con sus avances (aunque es cierto que muchas veces esto es lo que, implícita o explícitamente, y a veces hasta inconscientemente, se busca con la divulgación, sobre todo la que hacen los investigadores científicos).

La apreciación de la ciencia sí requiere que el público, al menos, valore su indudable importancia en el mundo actual, y sea consciente de que, apoyándola o cuestionándola, todo ciudadano debiera ocuparse de asuntos relacionados con la ciencia y tener una opinión al respecto, fundamentada en una cultura científica. Cuando se logra esto último, obtenemos la opinión científica que pide Wagensberg, y se puede decir que tal ciudadano es ahora (al menos en principio) responsable del rumbo que la ciencia toma en su sociedad: hay una responsabilidad social respecto a la ciencia. (Algo equivalente sucede, claro, con la cultura y la responsabilidad políticas de los ciudadanos.)

Estas tres metas: apreciación, comprensión y lo que podríamos llamar responsabilidad pública sobre la ciencia forman una triada que cubre todos los posibles motivos o finalidades que pueda tener un divulgador científico. Al mismo tiempo, nos ayudan a distinguir los niveles que presentan nuestra labor y nuestros públicos.

En efecto: no es lo mismo comprender algo que apreciarlo; y no se puede tener una opinión responsable de algo que no se comprende. Pero no todos los públicos pueden acceder directamente, digamos, a tener una opinión científica. Pensemos en un público infantil: quizá, en una primera etapa, baste con lograr que llegue a apreciar la importancia de la ciencia, y se acerque así más a tener una comprensión de la misma. Con el tiempo, quizá llegue a ser un ciudadano científicamente culto, consciente y participante. No todas las tres metas son pertinentes para todos los distintos públicos en todo momento.

Al definir el rumbo y la estrategia a seguir para quienes realizamos actividades de divulgación científica (individuos e instituciones), estas tres metas pueden quizá servir como útiles ejes orientadores. O al menos, como detonadores para una mayor discusión que aclare el panorama.