publicado en El muégano divulgador, núm. 33 (julio-agosto de 2006)
El término de moda en los círculos de la divulgación científica es evaluación. La “cultura de la evaluación” ha permeado el medio divulgativo, y hoy parece imposible, casi indecente, proponer un proyecto que no contenga “parámetros objetivos” para su adecuada evaluación.
Sólo un tonto negaría la utilidad de contar con datos que permitan saber si un proyecto va bien o mal. Pero ocurre que no cualquier evaluación es por sí misma útil; incluso, en ciertas circunstancias y casos, una mala evaluación puede causar más daños que beneficios.
El problema tiene dos vertientes. La primera, más obvia, es lo difícil de contar con buenos parámetros de evaluación. Excepto los más obvios; los cuantitativos. ¿Cuántos visitantes recibe un museo o exposición; cuántos asistentes hay en una conferencia; cuántos ejemplares vende una revista?
Y aunque un museo sin visitantes, una revista sin lectores o una conferencia vacía son fracasos a evitar, el simple número de “clientes” no basta para saber si el trabajo tiene calidad y cumple sus objetivos. (Inversamente, los números bajos no necesariamente equivalen a un mal trabajo.)
Lo importante para la divulgación debiera ser tener calidad y cumplir sus objetivos, no una cuota numérica. Y sin embargo, ¡qué difícil ponerse de acuerdo en qué significa calidad, o qué objetivos se buscan!
La segunda dificultad es la concepción misma de evaluación. ¿Evaluar para qué? Cuando se fabrican zapatos o bolillos, debe haber un control de calidad para detectar los productos defectuosos, eliminarlos y evitarlos. La evaluación puede llevarnos a definir el proceso óptimo de producción. Muchos divulgadores, en sus primeras y cándidas aproximaciones al problema de la evaluación, creen que ésta nos permitirá descubrir las mejores recetas para fabricar nuestros productos y hacerlos más eficaces.
Por desgracia, la visión es demasiado simplista. La comunicación pública de la ciencia es mucho más compleja y en ella intervienen demasiadas variables, muchas de ellas –las más importantes- difíciles o imposibles de medir. ¿Qué influencia tiene nuestro trabajo en las decisiones de vida de una persona, en su bienestar, en el entorno cultural o económico de una sociedad..? En cambio, resulta demasiado sencillo cancelar un proyecto por “no ser viable”, a pesar de las virtudes no cuantificables que pudiera tener.
Algunas vertientes divulgativas, como los museos y centros de ciencias, ha desarrollado un trabajo serio de investigación en evaluación. En otras, la evaluación es todavía inmadura, y no es claro que vaya dejar de serlo. Como ocurre en las artes –tan cercanas por su esencia y su función social a la divulgación–, quizá evaluar resulte ser un acto esencialmente inútil.
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