2 de mayo de 2005

Los ciclos fútiles de la divulgación científica mexicana

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 28 (mayo-junio de 2005)


En la grasa parda de los osos que hibernan se presenta un curioso fenómeno: el ciclo bioquímico de oxidación de carbohidratos queda “desacoplado” de la síntesis de ATP, a la que normalmente impulsa. Este “ciclo fútil” ocasiona que la energía se disipe en forma de calor, inútil para cualquier cosa que no sea mantener la temperatura (y seguir hibernando). Algo similar sucede con la comunidad de divulgadores mexicanos.

Don Manuel Calvo Hernando -decano de los periodistas científicos hispanoamericanos- expresó alguna vez admiración ante el gran número de divulgadores científicos mexicanos que participamos en una publicación conjunta (la Antología de la divulgación científica en México, dgdc-unam, 2002).

El elogio probablemente era merecido, pues la comunidad de divulgadores mexicanos, si bien ha crecido con lentitud, mantiene una constante actividad, y ha logrado un creciente reconocimiento y apoyo de la sociedad y sus instituciones. El Congreso Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica, organizado cada año por la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (somedicyt); la proliferación de centros y museos de ciencias en los distintos estados, y la creciente presencia de la ciencia en los medios mexicanos es la mejor prueba de lo anterior.

Y sin embargo, podríamos haber hecho mucho más. Quizá no tanto en los terrenos de la actividad cotidiana, sino en los de la necesaria reflexión que permite la maduración. A lo largo de estos años lo urgente no ha dejado espacio para lo importante, lo profundo; la acción se ha impuesto al pensamiento y, sobre todo, a la memoria.

Un ejemplo concreto: en trece congresos nacionales se han presentado un sinnúmero de ponencias y reflexiones. De ellas, algunas seguramente habrían merecido un destino mejor que convertirse en simples palabras al viento o, en el mejor de los casos, letras impresas en “memorias” que, irónicamente, pocos consultan y nadie cita (y que últimamente ni siquiera alcanzan siquiera el honor de llegar a estar impresas en papel, lo que hace aún menos probable que algún día sean leídas).

A los divulgadores mexicanos nos ha faltado memoria. Si bien nuestra acción es valiosa, nuestras reflexiones se olvidan, y ello nos condena a repetirnos. Las nuevas generaciones no acumulan la experiencia de las anteriores, y ni siquiera los contemporáneos acostumbramos aprender de nuestros colegas.

Si la Antología ya mencionada fue un valioso primer esfuerzo para remediar esta carencia, valdría la pena que no fuera el último. Quizá así podríamos evitar que la reflexión divulgativa en nuestro país fuera uno más de los ciclos fútiles a que tan afectos somos los mexicanos.

1 de marzo de 2005

Escribir para los colegas

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 27 (marzo-abril de 2005)


Entre los artistas, la opinión está dividida. Algunos afirman no necesitar de un público para sentir que su labor se justifica; les basta la satisfacción que proporciona el acto de creación mismo. Otros aceptan que, al menos en principio, la labor artística carece de sentido a menos que llegue a tener un espectador.

Pero los comunicadores --incluyendo, por supuesto, a los comunicadores de la ciencia-- no somos artistas (por más que muchos sintamos que nuestros esfuerzos se asemejan a los del artista en cuanto a búsqueda de originalidad y carencia de un fin práctico más allá del hecho de comunicar una visión del mundo: la que nos da la ciencia).

En tanto comunicadores, nos vemos obligados a aceptar que nuestra labor carece por completo de sentido si no contamos con un público. La comunicación sin receptor es mera emisión de datos que no llegan a adquirir un sentido.

Y sin embargo, es frecuente (más de lo que uno pudiera esperar) encontrarse con productos de divulgación, sean textos, audiovisuales, conferencias o museos, que parecen haberse creado teniendo en cuenta no las características y necesidades del público al que pretenden dirigirse, sino más bien la opinión de los colegas.

Escribir para los colegas es la marca del investigador metido a divulgador. Es frecuente --a menos que se trate de uno de esos relativamente escasos individuos que combinan ambas profesiones-- que los investigadores no tengan realmente claro de qué se trata la labor de poner la ciencia al alcance del público no científico. Y esto se nota en que, al redactar sus textos, están pensando no tanto en cómo lograr hacerse entender por el lego, sino en cómo evitar ser criticados por otros especialistas.

Dicho de otro modo, de los dos requisitos que el buen divulgador tiene que satisfacer simultáneamente, en un acto de equilibrio que sintetiza el arte del divulgador, los especialistas en investigación --que normalmente no son especialistas en divulgación-- tienden a privilegiar el rigor por encima de la amenidad.

Desgraciadamente, a veces el resultado es que estos textos rigurosos fracasan en el primer requisito de la comunicación: servir al lector.

5 de enero de 2005

Tres metas para la divulgación

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 26 (enero-febrero de 2005)


En su escrito “El herrero y el biólogo”, Jorge Wagensberg muestra, con la claridad a que nos tiene acostumbrados, que la democratización de la cultura científica es una necesidad social. Señala también dos objetivos “alcanzables, y a lo mejor ya no aplazables” para la divulgación científica: la comprensión pública de la ciencia y la generación de opinión pública sobre la misma.

Me gustaría añadir una tercera meta: la apreciación pública de la ciencia.

Está más o menos claro qué es la comprensión pública. La apreciación, por su parte, no necesariamente implica que el ciudadano guste de la ciencia o esté siempre de acuerdo con sus avances (aunque es cierto que muchas veces esto es lo que, implícita o explícitamente, y a veces hasta inconscientemente, se busca con la divulgación, sobre todo la que hacen los investigadores científicos).

La apreciación de la ciencia sí requiere que el público, al menos, valore su indudable importancia en el mundo actual, y sea consciente de que, apoyándola o cuestionándola, todo ciudadano debiera ocuparse de asuntos relacionados con la ciencia y tener una opinión al respecto, fundamentada en una cultura científica. Cuando se logra esto último, obtenemos la opinión científica que pide Wagensberg, y se puede decir que tal ciudadano es ahora (al menos en principio) responsable del rumbo que la ciencia toma en su sociedad: hay una responsabilidad social respecto a la ciencia. (Algo equivalente sucede, claro, con la cultura y la responsabilidad políticas de los ciudadanos.)

Estas tres metas: apreciación, comprensión y lo que podríamos llamar responsabilidad pública sobre la ciencia forman una triada que cubre todos los posibles motivos o finalidades que pueda tener un divulgador científico. Al mismo tiempo, nos ayudan a distinguir los niveles que presentan nuestra labor y nuestros públicos.

En efecto: no es lo mismo comprender algo que apreciarlo; y no se puede tener una opinión responsable de algo que no se comprende. Pero no todos los públicos pueden acceder directamente, digamos, a tener una opinión científica. Pensemos en un público infantil: quizá, en una primera etapa, baste con lograr que llegue a apreciar la importancia de la ciencia, y se acerque así más a tener una comprensión de la misma. Con el tiempo, quizá llegue a ser un ciudadano científicamente culto, consciente y participante. No todas las tres metas son pertinentes para todos los distintos públicos en todo momento.

Al definir el rumbo y la estrategia a seguir para quienes realizamos actividades de divulgación científica (individuos e instituciones), estas tres metas pueden quizá servir como útiles ejes orientadores. O al menos, como detonadores para una mayor discusión que aclare el panorama.

1 de noviembre de 2003

La divulgación está en el ojo que la lee

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 25 (noviembre 2003-enero de 2004)

¿Qué es arte y qué no? ¿Cómo distinguir una obra de arte de algo que no lo es? Los posibles criterios son innumerables, y todos dejan algo qué desear. Quizá, cuando mucho y en un sentido muy laxo, puede proponerse que “arte” es aquello capaz de provocar una experiencia de tipo estético en el espectador. (Queda entonces el problema de si se debe considerar arte a una puesta de sol... ¿puede haber arte “natural”, sin necesidad de haber sido creado con intenciones “artísticas”? Los objects trouvés de Duchamp parecen ser prueba de que sí: es el contexto, y sobre todo la experiencia que un objeto en ese contexto provoque en el espectador lo que le puede conferir la calidad de “arte” a un mingitorio.)

El problema de distinguir la divulgación científica de otras cosas (enseñanza, diversión, propaganda comercial o gubernamental) es semejante. A los divulgadores nos gusta suponer que es nuestra intención de comunicar la ciencia a un público voluntario y no especialista lo que le confiere su carácter divulgativo a nuestros productos. Pero es posible que el público no los perciba así.

A despecho del emisor de un mensaje, es el receptor quien lo decodifica, quien lo interpreta en sentidos que a veces difieren o contravienen directamente las intenciones originales con las que fue emitido. (Una visita a un museo puede llegar a parecer, tristemente, una clase.)

Es por eso que hay quien se lanza desesperadamente a “investigar” las maneras de lograr la menor distorsión y la mayor eficacia posible en los mensajes de divulgación. Idea que no sobra; sobre ello quizá pudieran enseñarnos más publicistas y mercadólogos que los propios pedagogos.

Pero la realidad del lector activo que “crea” (inevitablemente) su propia lectura tiene otra consecuencia: algo creado sin intención divulgativa puede ser leído con ese talante. Ejemplo obvio es una novela de ciencia ficción, pero también una conversación, la reparación de un artefacto, un paseo por el campo e incluso una clase pueden, si se abordan como la oportunidad de conocer o entender algo por gusto y no por obligación, convertirse en una excelente experiencia de divulgación. La oportunidad de acercarse a la ciencia puede saltar en cualquier lado para el espectador atento.

Quizá la obsesión por controlar cómo se reciben nuestros mensajes nos roba la oportunidad de explorar libremente la diversidad de lecturas sorpresivas que puede lograr el público. Un público que, finalmente, no está sujeto a nuestros deseos.

1 de agosto de 2003

Divulgadores utilitaristas

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 24 (agosto-octubre de 2003)

Oscurecer la luz, convertir el pan en carbón, la palabra en tornillo.

Pablo Neruda

De vez en cuando, y sobre todo cuando el dinero escasea, resurge cíclica la discusión sobre la “utilidad” de la ciencia. Se comparan las correspondientes virtudes de sus dos caras opuestas, la básica y la aplicada (se trata más bien de caretas: ciencia sólo hay una, lo otro son aplicaciones), y se argumenta que, en tiempos de escasez, hay que sacrificar la primera en aras de la segunda, pues ésta sí ayuda a resolver problemas urgentes. Se olvida que la ciencia, como dice Ruy Pérez Tamayo, sólo resuelve problemas científicos.

Los divulgadores científicos a veces caemos en este tipo de concepciones utilitaristas, y no falta quien afirme que sólo vale la pena divulgar la ciencia “aplicada” (o aplicable). Es más: se piensa que es sólo por sus aplicaciones que la ciencia tiene algún valor.

Esto equivale a pensar que un poema, un cuadro o una sonata sólo son válidos si transmiten un “mensaje útil”. Que sólo las novelas que contienen alguna “enseñanza” deben ser leídas (como si una novela pudiera no tener enseñanza... sólo que se trata de una concepción distinta de enseñanza: la que enriquece nuestra visión del mundo, la forma en que vivimos la vida, no la que “enseña” conceptos, valores o reglas).

En realidad, la ciencia es, de todas las formas de abordar el mundo, la que nos ofrece la mayor riqueza. La que nos muestra no sólo cómo son las cosas, sino por qué son. Es una visión que cambia y evoluciona, haciéndose más rica y diversa. Frente al asombro, al sentido de maravilla que la ciencia nos ofrece al permitirnos ver la luz, entender, al mostrarnos un atisbo del mecanismo detrás de las cosas, el hecho de que el conocimiento que produce pueda (o no) aplicarse para producir tecnología se vuelve casi irrelevante. Estoy convencido de que el verdadero valor de la ciencia, el que debe apoyarse, y naturalmente el que debe divulgarse, es este valor estético, similar al de las artes.

Así como no se escribe una novela para algo, más allá de para escribirla y para permitir que sea leída, no se hace ciencia para producir aplicaciones, sino por el placer mismo de descubrir más acerca del universo. Y no se divulga para enseñar, sino para compartir el placer, el asombro gozoso de entender. Lo cual no quiere decir, desde luego, que hacer –y divulgar– ciencia no tenga también infinitas aplicaciones prácticas. Pero eso, ¿qué importancia puede tener para quien ha visto el reino?

1 de mayo de 2003

La tensión esencial

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 23 (mayo-julio 2003)

Rigor científico, por un lado, y amenidad e interés para el lector, por el otro. He ahí los dos escollos que, como Escila y Caribdis, acechan al divulgador científico.

Pero para no utilizar imágenes trilladas, exapto, utilizando el término creado por Stephen Jay Gould, el título del famoso ensayo de Thomas Kuhn, para expresar este reto, quizá principal al que se enfrenta el divulgador científico.

En efecto: el conocimiento científico, a pesar de estar disponible en bibliotecas públicas y en internet, está efectivamente fuera del alcance del ciudadano medio. La ciencia se expresa, en su forma original, en un lenguaje especializado que sólo pueden entender los expertos. En el caso de las ciencias físicas, este lenguaje puede ser el de las matemáticas, con todo lo que ello implica en términos de preparación antes de ser capaz de entenderlo. Pero incluso en las ciencias menos matematizadas, como las biológicas, la terminología técnica se constituye en una barrera infranqueable para todo profano.

Es tarea del divulgador, pues, “traducir” (en el sentido creativo de volcar a otro lenguaje) la ciencia para que pueda ser asequible. Y, como toda traducción verdadera, esta labor tiene que ser una recreación: así como el traductor de un poema tiene que escribir otro poema en un idioma distinto, el divulgador tiene que crear un nuevo mensaje en el lenguaje natural de su público.

Al traducir un poema, algo siempre se pierde; pero algo, una esencia, tiene necesariamente que conservarse. De otro modo, se habrá traicionado la obra original. Lo mismo sucede con la divulgación, y es aquí donde encontramos la tensión mencionada en el título. ¿Hasta dónde tiene el divulgador derecho a transformar el mensaje, a usar su creatividad para convertirlo en algo no sólo comprensible, sino atractivo para el lector, sin por ello traicionar el rigor científico de la versión original?

Pues sucede que, necesariamente, cuanto más riguroso y cercano a esa ciencia en versión original sea un producto de divulgación, difícil será acceder a él; más contexto previo necesitará un lector para poder comprenderlo. Quien no lo tenga -como sucede con la mayoría del público lego, sobre todo el que aún no está interesado en la ciencia, que constituye la mayoría- se enfrentará a un mensaje árido en incomprensible y, frustrado, se alejará de él.

Pero por otro lado, cuanto más ameno sea el producto de divulgación, cuanto más creatividad e ingenio haya empleado el divulgador para transformarlo, más alejado estará de su versión canónica, y más riesgo tendrá de contener errores o inexactitudes. De traicionar el espíritu del poema original.

Rigor y amenidad: he ahí los dos extremos en los que debemos cuidarnos de caer. Encontrar el justo medio es parte del arte del divulgador.

1 de febrero de 2003

Divulgadores fieles y herejes

Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 22 (febero-abril 2003)

Al hablar de divulgadores de la ciencia, a veces pareciera que todos somos iguales. Pero basta con asistir a un congreso o hablar con más de dos colegas –a veces dentro de una misma institución– para notar la extraordinaria diversidad de concepciones que existen acerca de nuestra actividad. Aun así, en mi opinión, pueden distinguirse a grandes rasgos dos grupos: el de los «fieles» y el de los «herejes» (uso ambas palabras en un sentido metafórico, no literal: «fiel» es quien que tiene fe, mientras que «hereje» es aquel que prefiere elegir, que cuestiona).

Efectivamente, existen divulgadores que parten de la convicción básica de que la ciencia es importante y hay que compartirla: tienen fe en la ciencia. Sienten curiosidad, gusto y fascinación por ella, y esto los lleva a admirarla y disfrutarla. Por ello buscan comunicarla, aun en forma independiente de su utilidad. Normalmente estos «fieles» se acercaron a la ciencia, en primer lugar, por el asombro que les produce.

Los «herejes», por su parte, no parten de la fe en la ciencia; por el contrario, le tienen cierta desconfianza, y a veces hasta temor, por la posibilidad de que este conocimiento pueda resultar dañino para la sociedad. Buscan promover el conocimiento y control de la ciencia para evitar su mal uso. Por ello tienden a relativizar su valor, e incluso a veces la confiabilidad misma del conocimiento científico.

Imaginemos círculos concéntricos en los que en el centro está la ciencia en su concepción más ingenua (el científico, encerrado en su laboratorio, generando conocimiento). En el círculo siguiente, encontraríamos la ciencia rodeada de su contexto histórico y social. Finalmente, en el círculo más externo, hallaríamos la ciencia relativizada por sus complejas relaciones sociales, económicas, políticas, ideológicas, etcétera. Pues bien, los «fieles» parten del círculo central; divulgan una imagen de la ciencia que puede llegar a abarcar los círculos externos, aunque no necesariamente. En cambio, los divulgadores heréticos parten del círculo más externo, el de lo ideológico-social, y sólo en ocasiones llegan a abarcar hasta el más central, el de lo más estrictamente científico.

Quizá podríamos decir que los divulgadores «fieles» buscan la apreciación de la ciencia, mientras que los herejes enfatizan la percepción de los riesgos que la acompañan y la forma de evitarlos.

Ambas perspectivas son importantes y deseables, aunque me incluyo, desde luego, entre los divul-gadores «fieles». Y sin embargo, creo que sería mejor ser un «fiel» que no idealizara a la ciencia: que conociera todos aquellos aspectos –incluso defectos– que los «herejes» conocen tan bien. Ser un fiel bien informado que lo fuera no por ignorancia ni candidez, sino por convicción. ¿Será posible?