1 de abril de 2007

Las mentiras de la divulgación

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 36 (abril-junio de 2007)

La tensión esencial de la divulgación de la ciencia es la que existe entre el rigor científico (sin él, lo que se divulga no es ciencia), y la indispensable amenidad, el atractivo para el lector, sin el cual éste simplemente no existirá (ver “No divulgarás”, El muégano divulgador núm. 23).

Por ello, el divulgador tiene terror a decir “mentiras”: errores, inexactitudes, falsedades, malas interpretaciones (éste columnista recuerda cuando afirmó, terminante, que “todos los virus consisten en una cadena de ácido desoxirribonucleico, ADN”).

La cuestión no es simple. Por su propia naturaleza, la divulgación requiere que el mensaje científico sea recreado en una nueva forma, con lenguaje no técnico y contextualizada para ser accesible al público. Necesariamente, la ciencia divulgada será distinta a la ciencia académica.

Suponemos que hay cierto límite, no bien definido y relativo a cada caso, que marca hasta dónde podemos llegar en la recreación, en esta “inexactitud” científica. Decir que todas las células tienen núcleo, por ejemplo, es estrictamente un error (los eritrocitos humanos no lo tienen), pero es irrelevante si se habla de células en general. Entre otros factores, el tipo de público determina qué tan exigente será el requisito de rigor para considerar que se está haciendo “buena” divulgación o que se está tergiversando.

Incluso la definición misma de qué es una mentira está abierta a interpretación. ¿Es mentira presentar la imagen de un electrón como una partícula con posición, en vez de una abstracta nube de probabilidades definidas por una ecuación? Siempre, según el especialista; a veces no, según los fines que persiga el divulgador.

Algo equivalente sucede en ciencia. Para químicos y biólogos, los electrones-partícula (e incluso los átomos de Bohr, con sus órbitas planetarias) pueden resultar perfectamente útiles y adecuados. Y para muchos fines –incluso la navegación espacial–, la física newtoniana permite hacer cálculos y predicciones tan precisos como se requiera, por más que desde el punto de vista de la relatividad einsteiniana sea sólo una aproximación inexacta.

Al abordar temas de frontera, la distinción verdad/mentira es aún más borrosa. Confróntese, por ejemplo, a dos especialistas en un mismo tema y consúltese con ellos la definición precisa de algún término o concepto de frontera, y se tendrá de inmediato una acalorada discusión.

¿Qué es entonces una mentira en divulgación científica? Así como la ciencia académica construye representaciones útiles pero siempre inexactas (ecuaciones, modelos, simulaciones…) para tratar de comprender el mundo, en realidad la divulgación construye siempre mentiras, imprecisiones, metáforas más o menos exactas para intentar comunicar dichas representaciones con la fidelidad adecuada… pero no más.

5 de enero de 2007

¿Podemos tener una teoría de la divulgación?

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 35 (enero-marzo de 2007)

Mucho se habla sobre la necesidad de realizar investigación sobre la divulgación científica.

Nadie podría oponerse. Es una propuesta académica que refleja la necesidad que tiene una disciplina en pleno desarrollo de reflexionar sobre su labor, en forma sistemática y sustentada con argumentos y evidencias, para tratar de a) entender mejor en qué consiste y b) encontrar respuestas a los problemas que plantea.

Sobre la primera de estas interrogantes (definir la divulgación) se ha discutido mucho, aunque se ha logrado poco acuerdo. Ni siquiera hay consenso en cuanto al nombre de nuestra actividad (o sobre si es una actividad o una disciplina, o si más que de una debiera hablarse de un enjambre de actividades relacionadas).

El segundo problema requiere identificar cuál sería “el problema” (o problemas) de la divulgación. Para investigar, se debe tener clara la pregunta (o preguntas) cuya respuesta se busca.

A veces se cree, un tanto ingenuamente, que el problema obvio para la investigación en divulgación es averiguar cómo hacer más eficaz y confiable el proceso de “transmisión” del conocimiento científico al público. Se busca así una especie de “teoría de la divulgación” que permita lograr que sus resultados sean predecibles y reproducibles.

Desgraciadamente esta concepción simplista, aún si no fuera errónea (pues más que de simple transmisión se trata de un proceso complejo de construcción de conocimiento), sólo serviría para producir recetas: reglas o lineamientos acerca de los productos de divulgación que llevarían a una homogeneización poco práctica y menos provechosa.

Y es que la divulgación científica no es una ciencia: se parece más a una técnica (algunos hablamos de que es un arte, aunque Ana María Sánchez la caracterizó sabiamente como “una artesanía”, y extendió el símil al afirmar que en divulgación, como en artesanía, “todo acto es único e irrepetible”.)

La divulgación no busca producir conocimiento, sino comunicarlo. Ello implica que los “problemas” de la divulgación no son, en todo caso, problemas científicos, sino técnicos. Desde esta perspectiva, es probable que no exista realmente un “problema” en el campo de la divulgación: un interrogante central que exija una respuesta sin la cual los divulgadores no podamos estar tranquilos.

Queda entonces la alternativa de investigar la divulgación científica desde otros puntos de vista: sus efectos, sus objetivos, su relación con el resto de la cultura y la sociedad, su ética, su historia… incluso, quizá, su filosofía.

El campo es fértil, si se entiende como lo que es: el estudio académico de una labor para comprenderla, aunque no necesariamente con el fin pragmático de mejorarla.

1 de septiembre de 2006

Divulgación y recreación

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 34 (septiembre-diciembre de 2006)


Los divulgadores científicos tenemos problemas hasta para ponernos de acuerdo en el nombre de nuestra ocupación (divulgación, difusión, popularización…) o en su definición (aunque hay definiciones bastante útiles, como la presentada por Ana María y Carmen Sánchez Mora y adoptada por el Sistema Nacional de Investigadores; ver El muégano divulgador #21, pág. 9).
Pero eso sí: muchos divulgadores mexicanos coincidimos en que en la base de nuestra actividad está el proceso de recreación divulgativa.
Nuevamente, no hay definición unánime. Aunque, dejando de lado la homonimia trivial con la “recreación” que se busca en el cine o la feria, la palabra misma es bastante clara. Re-crear un mensaje es, en efecto, volver a crear uno que ya existe. Evidentemente, con una forma distinta; de otro modo estaríamos copiando.
Para que tal re-creación sea útil y no un simple plagio, su objetivo debe ser distinto al del mensaje original. En el caso de un mensaje científico dirigido a un público no científico, el objetivo de la recreación sería cambiar la forma original –especializada– del mensaje por otra que sea accesible a dicho público.
Y es que el lenguaje científico, precisamente debido a las cualidades que lo hacen valioso como herramienta de comunicación entre expertos (identificar, describir y sistematizar en forma ultra-compacta y eficaz los conceptos científicos), resulta prácticamente ininteligible para el lego.
Por ello, tiene que ser traducido –en el único sentido que algo puede traducirse, es decir, mediante la creación de un nuevo mensaje en un lenguaje comprensible y con el contexto necesario para que tenga algún sentido para su receptor.
La necesidad de recrear el mensaje científico antes de que éste pueda ser accesible al público lego va en contra de la muy extendida –y errónea– concepción de que el conocimiento puede simplemente transmitirse. A diferencia de una conexión entre computadoras, en la comunicación humana el emisor tiene que construir un mensaje que nunca representa exactamente sus ideas. A su vez, el receptor, a partir de la información que reciben sus sentidos, siempre con cierta distorsión, tiene que re-construir un sentido para dicho mensaje.
El divulgador va sólo un paso más allá: es el intérprete que ejecuta para el público la música de la ciencia, escrita en el lenguaje de las partituras científicas.
Pretender que el divulgador sea sólo un transmisor que comunica sin distorsión es ignorar que toda comunicación es, en el fondo, un acto de creativo. De ahí los problemas de la comunicación humana. De ahí también, para el buen divulgador, el reto de buscar la recreación que, aunque inevitablemente distorsione el mensaje científico, logre hacerlo accesible para su público.

1 de julio de 2006

Evaluación, ¿para qué?

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 33 (julio-agosto de 2006)

El término de moda en los círculos de la divulgación científica es evaluación. La “cultura de la evaluación” ha permeado el medio divulgativo, y hoy parece imposible, casi indecente, proponer un proyecto que no contenga “parámetros objetivos” para su adecuada evaluación.

Sólo un tonto negaría la utilidad de contar con datos que permitan saber si un proyecto va bien o mal. Pero ocurre que no cualquier evaluación es por sí misma útil; incluso, en ciertas circunstancias y casos, una mala evaluación puede causar más daños que beneficios.

El problema tiene dos vertientes. La primera, más obvia, es lo difícil de contar con buenos parámetros de evaluación. Excepto los más obvios; los cuantitativos. ¿Cuántos visitantes recibe un museo o exposición; cuántos asistentes hay en una conferencia; cuántos ejemplares vende una revista?

Y aunque un museo sin visitantes, una revista sin lectores o una conferencia vacía son fracasos a evitar, el simple número de “clientes” no basta para saber si el trabajo tiene calidad y cumple sus objetivos. (Inversamente, los números bajos no necesariamente equivalen a un mal trabajo.)

Lo importante para la divulgación debiera ser tener calidad y cumplir sus objetivos, no una cuota numérica. Y sin embargo, ¡qué difícil ponerse de acuerdo en qué significa calidad, o qué objetivos se buscan!

La segunda dificultad es la concepción misma de evaluación. ¿Evaluar para qué? Cuando se fabrican zapatos o bolillos, debe haber un control de calidad para detectar los productos defectuosos, eliminarlos y evitarlos. La evaluación puede llevarnos a definir el proceso óptimo de producción. Muchos divulgadores, en sus primeras y cándidas aproximaciones al problema de la evaluación, creen que ésta nos permitirá descubrir las mejores recetas para fabricar nuestros productos y hacerlos más eficaces.

Por desgracia, la visión es demasiado simplista. La comunicación pública de la ciencia es mucho más compleja y en ella intervienen demasiadas variables, muchas de ellas –las más importantes- difíciles o imposibles de medir. ¿Qué influencia tiene nuestro trabajo en las decisiones de vida de una persona, en su bienestar, en el entorno cultural o económico de una sociedad..? En cambio, resulta demasiado sencillo cancelar un proyecto por “no ser viable”, a pesar de las virtudes no cuantificables que pudiera tener.

Algunas vertientes divulgativas, como los museos y centros de ciencias, ha desarrollado un trabajo serio de investigación en evaluación. En otras, la evaluación es todavía inmadura, y no es claro que vaya dejar de serlo. Como ocurre en las artes –tan cercanas por su esencia y su función social a la divulgación–, quizá evaluar resulte ser un acto esencialmente inútil.

1 de mayo de 2006

Divulgadores autistas

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 32 (mayo-junio de 2006)

El título de esta colaboración pudiera parecer agresivo. No es esa su intención. Sí lo es hacer una crítica a la actitud que, tristemente, parece privar en gran parte del medio de los divulgadores científicos, al menos en nuestro país (y, por desgracia, en nuestra institución).

La palabra “autismo” no se usa aquí en su sentido literal (“síndrome caracterizado por la incapacidad congénita de establecer contacto verbal y afectivo con las personas”).

Es más bien metáfora de una actitud en que cada divulgador trabaja individual, solitariamente, en un aislamiento del que sólo sale para dar a conocer sus obras al resto de la humanidad (o de la tribu divulgatoria).

En efecto: ya sea en la diaria labor creativa de poner la ciencia al alcance del público, o bien en la más bien esporádica reflexión sobre dicha labor (reflexión necesaria pero todavía incipiente, y en la que comienzan a surgir simulaciones que disfrazan estudios superficiales o intrascendentes de investigaciones sesudas), los divulgadores parecemos no tener memoria y no estar dispuestos a tomar en cuenta los hallazgos y el trabajo de nuestros colegas. Pareciera que cada quien prefiere, una y otra vez, redescubrir el hilo negro.

Los divulgadores autistas somos incapaces de formar una verdadera comunidad. Esto tiene varios inconvenientes. Uno es la simple ineficiencia que desaprovecha la experiencia acumulada (así sea la de los intentos fallidos, caminos cuya futilidad ha quedado probada).

Otra desventaja es que los hallazgos y logros propios no son puestos a disposición de los colegas. Al menos no de una manera académica: como herramientas compartidas. En todo caso, se ostentan como triunfos que señalan la propia superioridad frente a los competidores.

El egoísmo ensimismado del divulgador autista es también poco ético: implica el no reconocimiento del éxito y los logros de los demás. Es, en este sentido, una actitud envidiosa.

Pero quizá lo más grave es que la conducta autista impide que entre los divulgadores exista una verdadera actitud académica, es decir, de crítica comunitaria y constructiva. De examen colectivo, sin apasionamientos pero sin complacencias, de las propuestas para seleccionar aquellas que sean más adecuadas para nuestros fines, y que resulten por ello mismo más convincentes para la comunidad.

Mientras no logremos establecer un diálogo académico, formando así una verdadera comunidad profesional, los divulgadores autistas seguiremos contando sólo con nuestros propios recursos individuales. Y seguiremos siendo incapaces de generar ese tipo de pensamiento colectivo que le da su fuerza a esa ciencia que pretendemos divulgar.

5 de enero de 2006

El contrato educativo

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 31 (enero-abril de 2006)


Es sabido que uno de los problemas de la divulgación científica -y de muchas disciplinas jóvenes- es que no cuenta con una definición única y universalmente aceptada.

Uno de los puntos más debatidos es la relación entre divulgación y enseñanza (prefiero esta palabra, más concisa, que “educación”, con sus múltiples significados).

Aunque puede justificarse una divulgación científica de objetivo pedagógico, que busque enseñar (producir un conocimiento perdurable en su público), creo que el espíritu de lo que generalmente se entiende como “divulgación” es ajeno a esta idea.

La razón es sencilla: la enseñanza –y su producto, el aprendizaje– son resultado de un proceso complejo que no sólo involucra la generación y recepción de mensajes, sino también su asimilación para integrarse en la estructura conceptual del receptor. Sólo así puede lograrse que el conocimiento adquirido, además de perdurable, sea significativo (y no memorístico). En cualquier caso -incluso en el memorístico-, el aprendizaje requiere de un trabajo intelectual relativamente arduo por parte del receptor/alumno, sin el cual no se produce.

Un proceso de comunicación de contenidos científicos puede también buscar otros objetivos menos ambiciosos que el aprendizaje propiamente dicho. Se puede conseguir, por ejemplo, interesar al receptor en el tema del que se está hablando, e incluso se puede lograr que se comprendan los conceptos sin que necesariamente se los asimile permanentemente.

Estos procesos pueden potenciarse secuencialmente unos a otros: aprender algo resulta más sencillo si primero se ha comprendido, y la comprensión se facilita mucho si existe un interés previo.

Pero, a diferencia de la enseñanza, la divulgación científica no cuenta con lo que llamo un contrato educativo: el compromiso que el alumno adquiere de seguir las indicaciones del profesor y someterse a una evaluación para verificar que el aprendizaje haya tenido lugar. Aunque la enseñanza pueda ser más eficiente si resulta interesante, el contrato educativo asegura que, aun si no lo es, el alumno tiene la responsabilidad de comprender y aprender, so pena de recibir una evaluación reprobatoria.

El trabajo del divulgador, en cambio, al no contar con un contrato similar, tiene por necesidad que resultar interesante (si no, simplemente no hay comunicación). Y puede aspirar a lograr la comprensión en su receptor. Pero buscar el aprendizaje es pedir demasiado a una forma de comunicación que por definición es voluntaria.

Pedirle a la divulgación más de lo que puede dar es una de las más frecuentes causas de su fracaso. Se enseña en la escuela; la divulgación científica está para otra cosa.

1 de octubre de 2005

Divulgadores: ¿especialistas o generalistas?

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 30 (octubre-diciembre de 2005)


El lúcido aunque pesimista biólogo molecular Erwin Chargaff expresa en su ensayo “Los amateurs” (reproducido en la compilación Todo por saber, dgdc-unam, 1999) su convicción de que “los expertos son los responsables del lío en que nos encontramos”, y considera que “si el mundo aún puede salvarse será por los amateurs”.

La propuesta resulta pertinente cuando se considera la muy extendida opinión –sobre todo entre investigadores científicos– de que los divulgadores, periodistas científicos y fauna relacionada son una especie de amateurs de la ciencia (llegan incluso a negarles el apellido “científicos”, permitiéndoles tan sólo considerarse “de la ciencia”).

Pocos especialistas hay más especializados que los investigadores científicos. Desde ese punto de vista, es cierto que un divulgador, al abordar un tema especializado, no es más que un amateur. Pero se olvida que las necesidades intrínsecas de la labor de poner la ciencia al alcance del público no científico son tales que no queda más remedio que convertirse, en mayor o menor medida, en un generalista. Alguien que pueda abordar diversos temas –lo amplio de la gama dependerá de los intereses y capacidades personales– con un nivel de profundidad tan sólo adecuado para poder realizar la labor correctamente… y quizá hasta con algo de creatividad, si es posible. Abarcar mucho y apretar tanto como se pueda… No más, por más que uno quisiera.

En vez de tomar la falta de especialización del divulgador como signo de amateurismo (en el sentido peyorativo; la palabra ha llegado a convertirse en sinónimo de “improvisado”), convendría reconocer la profunda importancia que tiene para el divulgador su carácter generalista. Es gracias a él que logra mantener el interés de su público para convertirlo en público cautivo y cotidiano, en “cliente” de la ciencia. Para construir una cultura científica en el ciudadano no basta con ofrecer eventos únicos; hay que mantener una oferta constante y necesariamente variada de ciencia accesible y atractiva.

Chargaff defiende el valor de los amateurs: son los únicos capaces de lograr lo que los especialistas no pueden. No por nada propone “deshacernos de una vez por todas de la ridícula reverencia a la especialización que se nos ha metido en la cabeza”. Reconoce que, fuera de su campo, un especialista es quizá el tipo de persona que puede causar más estropicios.

Si la investigación es imposible sin valiosos especialistas, la divulgación científica requiere por naturaleza, en cambio, gozosos generalistas de la ciencia. (Aunque, necesaria, inevitablemente, un buen divulgador sea también un especialista… en comunicación de la ciencia).